Nosferatu: del cine mudo al susurro inmortal de Robert Eggers
- Raquel Ayala
- 11 mar
- 3 Min. de lectura
Existen pocas figuras en el cine que, como Nosferatu, encarnen la esencia misma del terror. Su sombra alargada y su andar pausado no solo marcaron el inicio del cine de vampiros, sino que se convirtieron en un arquetipo que ha resistido el paso del tiempo. Ahora, bajo la visión de Robert Eggers, el Conde Orlok vuelve a la pantalla con un rostro nuevo —el de Bill Skarsgård— y una promesa: ser tan hipnótico como aterrador.
El clásico de F.W. Murnau de 1922, Nosferatu: Eine Symphonie des Grauens, nos dio al vampiro en su forma más primitiva, un depredador casi animal, desprovisto de la sensualidad que luego popularizó Hollywood. Orlok era feo, perturbador y letal. Murnau creó una obra maestra del expresionismo alemán que no solo definió al vampiro cinematográfico, sino que estableció el estándar de cómo el cine podía explotar el contraste entre luz y sombra para intensificar el miedo.
Herzog, en su remake de 1979, nos entregó un Orlok profundamente melancólico, un ser atrapado en su inmortalidad, incapaz de conectarse con el mundo humano. Su Nosferatu the Vampyre es una ópera visual, cargada de paisajes que gritan soledad y decadencia. En su mirada al vampiro, Herzog humaniza al monstruo, recordándonos que el horror también puede ser trágico.
Pero ahora llega Eggers, quien, con su obsesión por el detalle histórico y su sensibilidad por lo atmosférico, nos trae un Nosferatu que promete mucho más que un simple remake. Si algo hemos aprendido de su trabajo en The Lighthouse y The Witch, es que Eggers no solo cuenta historias; las desentierra, las revive y las viste de un misticismo que se queda contigo mucho después de que las luces se encienden.
Lo que más intriga de su versión no es solo el homenaje al clásico, sino la forma en que reinterpreta el mito vampírico. Eggers, fiel a su estilo, no teme explorar las raíces más antiguas del folclore, alejándose de los clichés contemporáneos. Su inspiración en La carreta fantasma (1921) de Victor Sjöström, por ejemplo, muestra su intención de conectar el cine de vampiros con sus predecesores espirituales, creando una narrativa que trasciende el tiempo.
Y claro, no puedo dejar de mencionar al nuevo Conde Orlok: Bill Skarsgård. Aquí entre nos, ¿quién mejor para reinterpretar al depredador nocturno que alguien capaz de convertir el terror en un arte? Skarsgård no solo tiene la presencia física para encarnar al vampiro; tiene esa habilidad única de proyectar vulnerabilidad y amenaza en la misma mirada. Pero lo que realmente lleva su interpretación al siguiente nivel es su trabajo con la voz y el acento del personaje. Skarsgård adopta un tono profundo y gutural, con un acento que evoca las raíces más arcanas del mito vampírico. Cada palabra que pronuncia se siente como un conjuro, como un susurro que arrastra tanto fascinación como peligro. Honestamente, ¿quién podría resistirse? Es el tipo de criatura que podría susurrarte al oído en medio de la noche, y tú, consciente de su monstruosidad, aún así abrirías la ventana. ¿Quién dijo que el instinto de supervivencia siempre gana?
El verdadero encanto de Nosferatu radica en su capacidad para adaptarse a los tiempos. El Orlok de Murnau reflejaba los temores de la posguerra, mientras que Herzog le dio voz a un vampiro más introspectivo y desencantado. Ahora, con Eggers, Orlok parece listo para ser algo más: un espejo de nuestras propias inquietudes contemporáneas, de nuestra obsesión con lo eterno y nuestro miedo a lo desconocido.
Así que aquí estoy, lista para dejarme hechizar una vez más por este inmortal. Si Nosferatu de Eggers logra capturar incluso un poco de la magia de sus predecesores y añade su propio toque a esta leyenda, será difícil escapar de su embrujo. Y si eso incluye noches en vela pensando en la sonrisa torcida de Skarsgård mientras se desliza entre sombras, con esa voz que parece hablarle directamente a tus instintos más oscuros… bueno, supongo que hay cosas peores que perder el alma.

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