El vientre y la aguja: cuando la maternidad se vuelve abismo
- Raquel Ayala
- 14 jul
- 4 Min. de lectura

La película danesa "La chica de la aguja" (2024), dirigida por Magnus von Horn, se sitúa en la Copenhague posterior a la Primera Guerra Mundial y se inspira en un caso real: el de Dagmar Overbye, una mujer condenada por asesinar a varios bebés en el marco de una red ilegal de adopciones. A través del personaje de Karoline, una joven embarazada que acaba colaborando con Dagmar, la película construye una experiencia de horror sin artificios, donde lo monstruoso se manifiesta dentro de lo cotidiano. Filmada en blanco y negro, la cinta no recurre a la espectacularidad ni al susto; sino que está construida sobre una atmósfera densa que erosiona, lentamente, nuestra confianza en el mundo. Esta experiencia estética no puede entenderse desde un único marco conceptual: requiere de una mirada que permita entrelazar lo raro con lo ominoso, lo espeluznante con la abyección, lo grotesco con la ética. La película misma funciona como una aguja que atraviesa todos estos niveles del horror.
Desde los primeros minutos, nos enfrentamos a una disonancia ontológica: los espacios de cuidado se presentan con una sobriedad formal perturbadora, como dispositivos de exterminio. No hay exageración en el gesto, es una coreografía precisa de la degradación. Esta lógica responde a lo que Mark Fisher llamaría lo raro: una ruptura en el orden de lo posible, no por medio de lo sobrenatural; sino por el derrumbe de la lógica moral que sostiene el mundo. Dagmar no encarna un monstruo externo; pero sí una posibilidad interna que subvierte la expectativa del espectador y de Karoline.
En este sentido, la rareza no es un accidente, es un síntoma de la estructura misma: la institución que debe proteger la vida se convierte en una maquinaria de muerte. Y es, precisamente, esa inversión lo que activa el espeluznante, donde lo familiar —una mujer que cuida, una casa que acoge, un bebé que duerme— adquiere una presencia anómala, incómoda y perturbadora. Lo espeluznante no nace de lo ausente, en este caso, surge porque está ahí cuando no debería.
Sin embargo, reducir esta atmósfera a un malentendido perceptual sería negar la dimensión psicoanalítica que Freud sitúa en lo ominoso. Das Unheimliche —concepto que Fisher desmenuza, critica, contradice; pero sirve de puente para profundizar en sus ensayos—, lo siniestro, surge de lo que debía permanecer oculto y ha salido a la luz. Aquí, la maternidad aparece como el centro de esa experiencia: no como un vínculo natural, más bien como una función desbordada, rota y deformada. Dagmar es siniestra porque su rol materno está hiperbolizado hasta volverse ilegible. Cuida para destruir, alimenta para extinguir, consuela para silenciar. No hay contradicción: hay una continuidad brutal entre el acto de recibir y el de borrar. Esa paradoja no se enuncia nunca de forma explícita; pero se infiltra en cada plano, en cada decisión estética. Las repeticiones —los niños envueltos, los silencios prolongados, la rutina clínica— operan como un eco del retorno de lo reprimido. Lo que la sociedad no quiere ver —la eliminación sistemática de los cuerpos no deseados— aparece no como anomalía; sino como regla no dicha.
Es aquí donde el esperpento como herramienta estética se vuelve fundamental. Siguiendo a Valle-Inclán, el esperpento no deforma la realidad para volverla fantástica, lo hace para revelar su verdadera naturaleza: la miseria moral camuflada de piedad. En "La chica de la aguja", esa operación se realiza a través del uso del blanco y negro, del minimalismo expresivo, del encuadre claustrofóbico. La figura de Dagmar, no necesita maquillaje ni exceso: su rostro se vuelve máscara a través del desgaste, de la repetición y del vacío. La casa no es una cueva gótica, es un espacio común transformado en siniestro por saturación de lo cotidiano. La distorsión que percibimos no es visual; sino ética: lo que se ve es lo que hay; pero eso que "hay" está podrido desde dentro. En este sentido, la película no caricaturiza la monstruosidad, la hace convivir con la norma.
Toda esta constelación conceptual desemboca en una experiencia de abyección en el sentido planteado por Julia Kristeva: aquello que el sujeto debe expulsar para constituirse como tal. Los bebés asesinados no son sólo víctimas invisibles: son residuos, restos de una estructura que no puede, o no quiere, simbolizarlos. No hay nombres, no hay sepulturas, no hay ritos. Karoline, en tanto mujer embarazada sin apoyo, sin comunidad, sin sistema, encarna también ese umbral: ella misma es un cuerpo liminal, un cuerpo que aún no ha sido expulsado del orden simbólico; pero que flota en su frontera. Su tránsito por la película —de víctima a cómplice, de sujeto pasivo a testigo— la sitúa cada vez más cerca de la abyección, no como condena moral; sino como estado estructural. En ese sentido, su cuerpo no es sólo un cuerpo femenino; es un cuerpo simbólicamente despojado y, por tanto, abyecto.
De modo que el efecto de la película no radica en mostrar, más bien sugiere: dejar que la abyección se filtre por los márgenes, que la monstruosidad se exprese en la falta de histeria, en la normalidad del gesto asesino, en el tono plano del crimen cotidiano. No hay catarsis, no hay redención. Como espectadores no presenciamos un espectáculo de horror; sino un reflejo de nuestro propio vacío. Uno que lanza un grito ahogado en la densidad de residuos humanos, de cuerpos sin inscripción, de dolores sin lenguaje.
"La chica de la aguja" es un filme incómodo; pero más allá del malestar evidente, lo que deja expuesto es una pregunta que nos atraviesa como espectadores y como sujetos sociales: ¿es nuestra naturaleza verdaderamente humanista o simplemente hemos aprendido a simular humanidad bajo la lógica de un sistema que la contradice? La película no propone un universo alterno; revela el reverso del nuestro, donde la empatía se vuelve mercancía, la compasión se instrumentaliza y los cuerpos que no encajan son desechados con eficiencia burocrática. En este mundo, el cuidado puede ser máscara del exterminio y la maternidad, no es un vínculo sagrado, es un espacio donde se juega la dominación más brutal. La aguja que da título a la película no cose ni cura: perfora las ficciones de la civilización y, a su paso, desgarra el velo de lo humano para mostrar lo que el sistema ha moldeado en su lugar. Esa herida, profunda y sin cierre posible, sigue supurando mucho después de que la pantalla se apaga.
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